A finales de la década de los 80’s, durante el mandato de Carlos Salinas, en el área del sur de la Ciudad de México, se dieron 19 violaciones sexuales, que fueron adjudicadas a los escoltas del entonces Subprocurador de la PGR, Javier Coello Trejo, mejor conocido como el Fiscal de Hierro.
Fueron varios años de lucha para llevar a prisión a los responsables, solo hubo 4 detenidos y el proceso estuvo plagado de irregularidades y encubrimientos.
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A continuación una parte de un articulo de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal donde se menciona el hecho:
Las mujeres agredidas
De clase media, la mayoría estudiantes, hijas de familia, tres de ellas profesionistas ejecutivas. La edad de la mayoría fluctúa entre los diecinueve y los veinticuatro años. Durante los primeros días fueron atendidas personalmente por la doctora Gloria Cazorla en el centro de terapia de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF). Tres de ellas no insistieron ante las autoridades, creyendo que nada iba a solucionarse.
Los policías agresores
Según el dictamen pericial son toxicómanos, preparados en el Instituto de Ciencias Penales, ingresaron a la Policía Judicial Federal (PJF) entre enero y febrero de 1989, fueron entrenados en algunos casos por la DEA, cursaron al menos dos años de educación profesional y están sanos. En sus declaraciones dijeron que, no obstante su arresto de dos semanas en septiembre de 1989, trabajaron “normalmente” hasta veinticuatro horas antes de ser presentados en la PGJDF. Han laborado cerca de importantes funcionarios de distintas policías del país.
Durante las investigaciones se quitaron el bigote, cambiaron de peinado y dejaron de usar traje y corbata. En el Reclusorio Oriente gozaron de privilegios al ser recluidos en una sala especial. Existen otros agentes implicados; uno de ellos fue “buscado” en todo el país: alto, pelo chino, tez morena, quemada, tipo costeño.
Aguilar Sánchez, El Lobito, del Distrito Federal, católico y casado, negó todo y adujo que destruirían a su familia. Vestía traje y corbata; peinado de lado o con raya en medio. Usa lentes que no necesita. Golpeaba con una técnica que lastima poco. Escolta personal del hijo de Florentino Ventura.
Pérez Flores, El Comanche, de San Luis Potosí, casado y evangelista, en 1985 fue asignado al sector de “investigaciones” en Guadalajara. Salió de la corporación porque tuvo “una bronca”.
Brito Guadarrama, de Zacatoxtepec, Guerrero, de veintiocho años, católico y vive en unión libre. Su hermano también es agente federal.
Souza Prieto, de Guadalajara, católico y soltero, de veintiocho años, siete en la PJF. Testigos de hoteles donde habitaba lo señalaron como autor de amenazas, golpes, uso de poder indiscriminado y prepotente.
El modus operandi
Intercepción de autos en vías de alta velocidad al sur de la ciudad, como si se tratara de un operativo de seguridad; encajuelamiento, primero del acompañante y después de la joven agredida —sólo existen dos casos de mujeres solas—; uso de una lámpara; constante mención de un “jefe” o “comandante”; encañonamiento y amenaza con arma blanca; amenazas de muerte y daño a la familia; golpes con mano abierta para evitar señales; robo con lujo de violencia; violación tumultuaria —de uno en uno o dos a la vez—; abandonamiento de las parejas en zonas despobladas del sur: San Pedro Mártir, Fuentes Brotantes, Xochimilco y San Andrés Xitla; los delincuentes utilizaban autos Topaz o Dart K con placas de patrulla, así como armas reglamentarias de la PGR, y empleaban entre tres y cuatro horas y media para cometer los atentados.
Actuación de la sociedad civil organizada
En diciembre de 1989 algunos familiares de las víctimas envían un telegrama al Presidente de la República, Carlos Salinas de Gortari; otros piden la intervención de Secretaría de Gobernación (Segob) por medio de una carta en la que denuncian el acoso y las amenazas sufridas por algunas víctimas de parte de los agresores. Finalmente, acuden a la Presidencia de la República para solicitar una audiencia.
El hermetismo con que se llevaban a cabo las diligencias impedía que el asunto trascendiera a la opinión pública. Sin embargo, en enero de 1990, a la presión ejercida por las víctimas y los familiares, se suma la presión ejercida por los medios de comunicación, siendo ya imposible detener más el caso y ocultar la averiguación. Se agrega la indignación de amplios sectores de la opinión pública, legisladores y asambleístas, grupos organizados y partidos políticos, feministas y abogados. Los hechos, el modus operandi, los lugares donde fueron ultrajadas las jóvenes, la media filiación, ubicación y pertenencia corporativa de los delincuentes, habían quedado plenamente aclarados desde septiembre sin que se les detuviera. [1]
El destape público sucede, en parte, porque el 2 de enero aparece en El Universal la carta de la periodista Sara Moirón que denuncia públicamente el caso. Los efectos son inmediatos: la PGR reclama la presentación de pruebas, menosprecia la imputación directa y el dicho de las afectadas, oculta información y trata de desvirtuar el delito. Algunos medios de comunicación señalan que todo es un ardid contra la PGR por su exitosa lucha en contra del narcotráfico. Inicia una guerra de rumores y declaraciones, mientras la opinión pública presiona y la indignación se hace colectiva. Los familiares de las víctimas se organizan y ejercen presión ante diversas instancias. En la Presidencia de la República se reúnen con Jorge Valdez Castellanos, Jefe de la Unidad de Audiencias, para solicitar un careo con los inculpados. Autoridades de la Segob les garantizan la pronta presentación de los violadores.
Balance
Cuatro agentes federales fueron encarcelados por su culpabilidad en once casos de violación calificada y asalto violento, de un total de diecinueve denuncias. Durante el proceso se exigió la presentación de otros agentes identificados; se presumía que uno de ellos, conocido como El Costeño, era buscado por todo el país. El resto de los implicados en las “violaciones del sur” nunca fueron presentados a la opinión pública. Ante la dilación y las irregularidades en las instancias de impartición de justicia, las jóvenes desistieron de iniciar un proceso para localizar y castigar a los otros implicados.
Diecinueve jóvenes, sus familiares y amigos se enfrentaron no sólo a la prepotencia de los policías violadores, sino a un sistema de seguridad pública, procuración e impartición de justicia incapaz de reconocer su falibilidad. Por otro lado, la pugna entre dos instancias —la PGJDF y la PGR— salió a la luz, evidenciando vacíos de responsabilidad y cotos de poder que obstaculizaron, durante más de tres años —de 1989 a 1993—, la resolución justa de una grave violación a los derechos humanos de las jóvenes mujeres y sus familias.
La supuesta existencia de una campaña de desprestigio contra la Subprocuraduría dirigida por Javier Coello Trejo para minimizar sus logros en la lucha contra el narcotráfico se disolvió; en principio, por la debilidad de los argumentos y, finalmente, por el empeño de las jóvenes agredidas, sus familiares y amigos, integrantes de organizaciones no gubernamentales y autoridades que se pronunciaron al respecto para evitar a toda costa que los crímenes quedaran impunes. Crímenes cuya gravedad radica no sólo en el delito mismo, sino también en la investidura de los criminales —policías judiciales federales y, además, escoltas del Subprocurador Coello Trejo—, en la constante intervención de la PGR para evitar que el asunto se hiciera público y que los cuatro implicados fueran puestos a disposición de la PGJDF, así como en la evidente necesidad de garantizar a las víctimas la reparación del daño y el derecho a la verdad.
El caso fue calificado de “político” y, obviamente, lo era. Familiares de las jóvenes recurrieron todas las instancias posibles —hasta la Presidencia de la República y la Secretaría de Gobernación (Segob)— en busca de justicia. Finalmente, se logró el encarcelamiento de cuatro agentes. Sin embargo, aún existen preguntas para las que exigimos respuesta.
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